Cuando yo vivía en Caneja
la gente alegre cantaba,
llovía en primavera
y en invierno había nevadas.
En el verano tormentas
para que el hombre rezara,
al ser que todo lo puede
en los trigos y cebadas.
Eran tiempos de migas,
cocidos, ollas y ensaladas,
de lo que daba la tierra
la gente se alimentaba.
Yo recuerdo aquella vida
y como eran las zagalas,
doradas en el verano
como el trigo y la cebada.
No eran tiempos de dinero
ni ambición desesperada,
eran tiempos de alegría
porque la gente cantaba.
Mientras el agua corría
por anchas acequias separadas,
como dos potentes brazos
que a la huerta refrescaban.
Era la fuente una joya
que a Caneja coronaba,
el mejor lugar de encuentro
que tenían las zagalas.
Con su botijo en la mano
y sus caras empolvadas,
como el agua cristalina
eran puras las zagalas.
Al decirles un piropo
se ponían coloradas,
lo mismo que la amapola,
entre el trigo y la cebada.
Y los zagales de entonces
con verlas se conformaban,
con tan solo una sonrisa,
o una dulce mirada.
Ya cantaban de alegría,
ya por las noches soñaban,
y lo mismo que jilgueros
al día siguiente cantaban.
Alegrías del ayer
y proyectos del mañana.